De cierto caos post-comunista

Por estos días ha llegado a las librerías la novela El caos del Cáucaso, de Iulia Latínina. La publica la editorial Los Libros del Lince en mi traducción al español.

El caos del Cáucaso es un relato sin par de la corrupción, la violencia y la sinrazón que ha generado en una imaginaria república del Cáucaso la infeliz conjunción del poscomunismo mal administrado y el Islam.

Iulia Latínina, autora y periodista de clamoroso éxito en Rusia, ha conseguido retratar ese paisaje caótico con una nitidez y una precisión extraordinarias. Lo ha hecho, además, sin tomar más parte que la del observador atento, con humor y oficio narrativo admirables.

Durante un reciente viaje a España para presentar el libro Iulia Latínina ofreció entrevistas a El País, Público, ADN, entre otros medios…

Muy recomendada ella y muy recomendado su libro quedan.

Por cortesía de Los Libros del Lince sigue un fragmento de la novela para los lectores de El Tono de la Voz.

El caos en el Cáucaso (Los Libros del Lince, Barcelona, 443 pp.) puede adquirirse en Laie, Casa del Libro, FNAC y cualquier otra librería.

El caos del Cáucaso

(fragmento)

Por Iulia Latínina

El ministro del Interior de la República de Avaria del Norte y Dargo, Arif Talgóyev, había estado presente en la reunión celebrada en la sede de la representación del Gobierno y era perfectamente consciente de que quien aclarara las circunstancias del asesinato de Igor Malíkov se ganaría el favor de los federales.

Ese convencimiento hizo que el ministro se pusiera manos a la obra con una celeridad inhabitual en él. Convocó en su despacho al jefe del departamento de lucha antiterrorista del Ministerio y le dio tres días para resolver el caso.

Tras recibir las órdenes, también el jefe de la lucha antiterrorista actuó con rapidez y diligencia. Pidió que le trajeran un listado de personas que hubieran recibido entrenamiento en los campamentos del terrorista Jattab y eligió a cinco de ellos. Todos habían regresado recientemente a sus casas y no tenían ocupación conocida. Tampoco contaban con parientes o amigos influyentes.

Después envió a sus hombres a buscar a los cinco elegidos. No pasó mucho tiempo antes de que le trajeran a otros tantos detenidos. Cuatro de ellos constaban en el listado. El quinto era sobrino del terrorista que no pudo ser localizado y sus hombres decidieron llevárselo hasta que apareciera el otro.

A continuación el jefe de la lucha antiterrorista detuvo a un hombre llamado Magomed. Se trataba del dueño del coche abandonado por los terroristas. Magomed era un viejo de sesenta y siete años. En el pasado había trabajado en el norte de Rusia y volvió a su patria chica hacía ocho años trayéndose una esposa rusa y el coche que había conseguido comprar con el generoso salario que pagaban a quienes trabajaban por encima del círculo polar ártico. Magomed sostenía que le habían robado el coche, pero la policía interrogó a los vecinos y supo que andaba buscando comprador con la intención de venderlo.

Entonces el jefe de la lucha antiterrorista ordenó que condujeran a Magomed a su presencia, lo hizo sentar esposado a la silla y le colocó delante cinco fotografías.

—Sé que le vendiste tu coche a una de estas cinco personas —le dijo—. Quiero que digas a cuál de ellas.

—No vendí el coche; me lo robaron —insistió el anciano.

El jefe del departamento de lucha antiterrorista le pegó tal puñetazo en plena cara que el detenido rodó por el suelo junto a la silla. En ese momento el general Talgóyev entró a la sala de interrogatorios vestido con su uniforme de gala.

—¿Qué haces, hijo de perra? —protestó el anciano, y dirigiéndose a Talgóyev añadió—: ¡Camarada mayor, este hombre me está pegando!

El anciano nunca había tenido relaciones con militares o la pasma, de manera que confundió el rango del oficial.

—Soy general —le aclaró el interpelado—. Y este hombre no le ha pegado. Ha sido usted quien se ha dado de bruces contra su bota. Y ahora lo hará una y otra vez. Una y otra vez.

Fueron necesarias tres horas para arrancarle a Magomed una confesión. Pero transcurrido ese tiempo, el anciano ensangrentado y cubierto de moretones confesó que había vendido el coche a través de un testaferro y señaló a uno de los cinco jóvenes que aparecían en las fotografías como destinatario final del vehículo.

El hombre que aparecía en esa foto se llamaba Kazbek y tenía veinticinco años. Antes, cuando rondaba los diecinueve, el desempleo era altísimo en la República y en el campo de entrenamiento de Jattab pagaban quinientos dólares a los jóvenes dispuestos a enrolarse en la guerrilla. Encima, entrenarse con los terroristas prestigiaba. Gustaba a las chicas. Kazbek pasó un año en el campo de entrenamiento y aprendió a disparar, colocar explosivos y rezar. Después luchó en las topas de Guedáyev, y cuando mataron a su jefe consiguió escabullirse y regresar a la vida civil. Llevaba tres años trabajando de celador en la fábrica de radios.

El jefe antiterrorista pidió que le trajeran a Kazbek. Lo hicieron.

—El anciano que te vendió el coche te ha reconocido —le dijo—. Ahora lo que quiero es que me cuentes de dónde sacaste la bomba y cómo mataste a Malíkov.

Kazbek dijo que no sabía de qué le hablaban. Con ello se ganó una paliza descomunal e ir a dar con sus huesos en una celda infecta. Cuando volvió en sí, le condujeron nuevamente al despacho del jefe antiterrorista.

—No tengo nada que declarar —dijo.

Entonces lo tiraron al suelo, le metieron un tubo por el ano e introdujeron en él un trozo de alambre de espino. Después sacaron el tubo y comenzaron a tirar del alambre hacia fuera y hacia adentro.

—No os diré nada —gritaba Kazbek.

Trajeron a la mujer de Kazbek, embarazada de siete meses. Le arrancaron la falda y la blusa.

—Ahora nos la follaremos por turnos —avisó el jefe antiterrorista a Kazbek—. Después le meteremos el tubo por el coño y el alambre nos servirá para llegar hasta el feto. No pararemos hasta sacarlo. —Y volviéndose hacia uno de sus colegas, le dijo—: Shapi, ¿alguna vez se te ocurrió que nos tocaría practicarle un aborto a una señorita tan encantadora?

—Dejad en paz a mi mujer —dijo Kazbek—. Confesaré todo lo que queráis que confiese.

Unos minutos más tarde sonó el teléfono en el dormitorio de Pánkov. Eran las diez de la noche.

—¿Vladislav Avdéyevich? Buenas noches. Le habla el general Talgóyev. Hemos aclarado el asesinato de Ibraguím Malíkov.

Traducción de Jorge Ferrer

© Los Libros del Lince (Prohibida la reproducción)

12/11/2009

 

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