1989: diez relatos para atravesar los muros

Con motivo del Vigésimo Aniversario del derribo del Muro de Berlín, varias editoriales europeas han publicado simultáneamente el libro 1989. Diez relatos para atravesar los muros.

Coordinado por Michael Reynolds e ilustrado por Henning Wagenbreth, el volumen contiene relatos de Andrea Camillero, Miklós Vámos, Ingo Schulze y Ludmila Petrushevskaya, entre otros autores.

Tuve el gusto de ocuparme de la traducción al español del relato de Petrushevskaya, que reproduzco aquí por cortesía de Thule Ediciones.

1989. Diez relatos para atravesar los muros se puede comprar en la página de Thule Ediciones, La Central y otras librerías.

El muro blanco

Por Liudmila Petrushevskaya

Estaba el Muro. Y también había un árbol.

El Muro llevaba allí cientos de años y ya se lo consideraba una curiosidad histórica. Era un Muro blanco, antiguo y no demasiado alto si lo juzgamos con los criterios de hoy. En sus esquinas se alzaban garitas, había edificios dentro del perímetro que cerraba y en torno al portón imperaba la soledad. En definitiva, era un Muro como cualquier otro.

Aún así, era el orgullo de los historiadores locales, quienes, fieles a su costumbre, habían hecho correr ríos de tinta sobre sus variadas peripecias. En los últimos siglos el Muro había visto de todo: lo habían tomado por asalto, lo habían asediado y atacado con mazas y balas, lo habían incendiado y derrumbado; cada vez, los estragos que padecía eran disimulados con arreglos, remiendos y capas de pintura. Siempre había mucho ajetreo en torno al Muro. Junto a él se tomaban decisiones y hasta se promulgaban leyes. También ejecutaban ciertas acciones y se cumplían órdenes. A los colegiales los obligaban a memorizar fechas y nombres propios relacionados con el célebre Muro. Entretanto, él, blanco y altivo, permanecía impasible.

Al principio, cuando lo levantaron, el lugar era un descampado. En torno al Muro se extendían campos y bosques, profundos lagos y barrancos. La fortaleza estaba lejos de la civilización. Pero muy pronto construyeron un camino que llevaba hasta ella. ¡Y ahí empezó todo!

A pie o subida a carruajes, la gente iba y venía de la fortaleza. Lo mismo se escuchaba el tañido de las campanas de los funerales, que el estruendo de los cañones que pretendían tomarla por asalto, o las reparaciones que a veces se prolongaban por veinte años. Había tropas que cabalgaban durante días y peregrinos que andaban semanas enteras para alcanzar el Muro. Algunos de ellos emprendían después el camino de vuelta. Reparemos en ello: sólo algunos volvían.

Más tarde, la ciudad se fue acercando al Muro, lo rodeó de calles, casas, torres, y entonces el Muro dejó de ser la construcción más elevada y significativa del lugar. Aun así, continuó siendo la más antigua y enigmática de todas. La rodeaba el secreto, un horrible secreto.

Porque la diferencia entre el número de personas que traspasaban el Muro y las que salían de él no dejaba de aumentar. Llegaban cuatro y apenas tres conseguían salir. Llegaban dieciocho y se marchaban seis. Y después repicaban largamente las campanas.

Pero sucedió que junto al Muro, en su lado exterior, creció un árbol que fue desplegando poco a poco su follaje bajo el sol. Y un día le susurró al Muro:

–Hola, soy un árbol. He crecido aquí durante cien años y alcanzado una gran altura. Antes no respondías a mis preguntas. Pero ahora ya podemos hablar. Casi soy más alto que tú, ¿lo aprecias?

El Muro le respondió:

–No deberías haber crecido aquí. Y la rama que cruza por encima de mí me incomoda mucho. No debería existir. Recógela. Es peligrosa.

El árbol repuso que no podía hacer tal cosa.

–Te talarán –le advirtió el Muro. Y añadió–: Lo harán muy pronto.

El árbol permaneció en silencio. Era la primera vez en toda su vida que recibía una amenaza de muerte. Jamás hubiera esperado que le ocurriese algo así.

–Conseguiré que te echen abajo –dijo el Muro.

En eso apareció un vehículo en el camino que conducía al Muro. Avanzaba escoltado por otros vehículos más pequeños. El portón se abrió y todo el convoy entró en el recinto. Un rato más tarde, el portón se abrió otra vez, los vehículos salieron y se perdieron a lo lejos.

–Pude ver que fueron siete las personas que bajaron de los vehículos y entraron en una de las construcciones –dijo el árbol–. Pero han salido cinco. ¿Y las otras dos?

Se hizo un prolongado silencio. El sol brillaba en lo alto. Las nubes vagaban lentamente recortadas sobre el cielo.

De pronto el Muro volvió a lo suyo:

–Pronto ya no estarás más ahí, ¿lo comprendes? Siendo así, ¿qué más te da lo que suceda aquí dentro?

El árbol replicó que todo el mundo tiene su propio camino que recorrer. Y que ese camino siempre acaba por terminar alguna vez.

–No es cierto –protestó el Muro–. Para algunos el camino no tiene fin.

Las nubes continuaban vagando por el cielo; los pájaros revoloteaban en torno a las torretas de vigilancia.

El árbol no había quedado satisfecho:

–Pero quienes recorren el camino están vivos. Se alimentan, formulan preguntas. Esperan respuestas.

El Muro tardó en responder. Acabó haciéndolo con voz pausada, como desganado.

–Mírate a ti, por ejemplo –dijo–. Me temes y haces bien en temerme. Pronto habrás dejado de existir. ¿Acaso puedes imaginar cuán difícil me resulta a mí estar en este mundo, sabiendo que soy su sostén? A mí, que jamás he incumplido una promesa. Ni siquiera bajo amenaza de muerte.

Añadió que él, el Muro, había conservado siempre su solidez, jamás olvidó su misión y supo hacer oídos sordos tanto a las amenazas como a las promesas. Había mostrado sabiduría y convicciones fuertes, afirmó. Y sostuvo que tenía la conciencia limpia.

–Mi color es el blanco –subrayó.

Y añadió que podía detectar cualquier jugarreta urdida por los hombres.

–Una vez –explicó el Muro– tuvo lugar un suceso que afectó a uno de los miembros de mi clan. Había gente resguardada tras un muro como yo. Estaban seguros, cuando de pronto los enemigos que mantenían el asedio a la ciudad dejaron un caballo de madera frente al portón. Un caballo enorme como un elefante. Lo instalaron allí y se retiraron. La visión del regalo encandiló a los defensores de la fortaleza y, protegidos por una nutrida tropa, salieron a buscarlo y lo condujeron al interior del recinto amurallado. «En un caballo como ese se puede viajar como en un carruaje», se felicitaban.

»Eso fue lo que hicieron –prosiguió el Muro tras hacer una pausa–. ¡Es así de fácil engañar a los hombres con un juguete nuevo! Pero resultó que en medio de la noche unos asesinos armados emergieron del vientre del caballo y pasaron a cuchillo a toda la guardia de la fortaleza. Y así consiguieron apoderarse de la ciudad y echar abajo el muro.

El árbol dijo que ya conocía esa historia y que la ciudad se llamaba Troya. Añadió que grupos de escolares solían reunirse bajo sus ramas cuando estaban de excursión y hablaban de muchas cosas.

–¿También a usted lo han asediado? –preguntó.

–Naturalmente– respondió el Muro–. ¡Cuánto no he tenido que aguantar! Es ahora que luzco así de blanco y pulcro, pero más de una vez me han abierto un boquete abierto en un flanco. Me han atacado, han colocado explosivos para destruirme.

Entonces el árbol le preguntó por qué lo habían hecho. ¿Por qué lo atacaron?

–¿Qué es lo que guardas ahí adentro?– inquirió.

El Muro respondió que guardaba el misterio de la vida.

–El secreto de qué vida – preguntó el árbol–.¿También el de la mía?

El Muro se hundió en un prolongado mutismo. Después de pronunciar palabras tan solemnes como las que acababa de decir, ¡había que callar por lo menos durante un año! ¡Y sobre todo abstenerse de preguntar!

Su mutismo se prolongó durante varias horas. Cayó la noche sobre la ciudad y mucho después alumbró el lucero del alba. Pero al amanecer el árbol formuló nuevamente la misma pregunta con toda ingenuidad.

El Muro le respondió de mala gana:

–Guardo el misterio de la vida de todos, del pueblo entero. ¿Lo comprendes?

En ese instante se escuchó el golpeteo parejo y preciso de muchas botas. Provenía del otro lado del Muro. En medio de aquel sonido acompasado, se podía distinguir el torpe susurro de unos pasos vacilantes. Y se escuchaban también unos sollozos ahogados. Y una voz que balbuceaba una oración. Las quietas calles resplandecían bajo las primeras luces del alba. Se hizo el silencio. Hasta que el Muro lo rompió:

–De no ser por mí, no existiría nada. No habría vida, ni alegrías; no habría niños. Ni familias. No habría escuelas ni hospitales. No habría nada de nada. Soy un Muro blanco, impecable en mi blancura, y he sido fiel a mi deber sagrado. Estoy aquí porque me correspondió velar por la vida. De no haber sido por mí, el mundo se habría ahogado en sangre. A ti te habrían convertido en leña hace mucho tiempo. Nadie labraría los campos ni sembraría la tierra. Tan sólo trabajarían los comerciantes de armas. Por cierto, hay continentes enteros donde imperan los comerciantes de armas.

–Yo sé cuál es el secreto que escondes –dijo el árbol–. La semana pasada hubo otra de esas excursiones por aquí. Y hablaron de ti: dijeron que eres una cárcel. ¡Cárceles hay en todos lados, también donde hay guerras! Allí las cárceles están llenas a rebosar. El guía que acompañaba a uno de los grupos de excursionistas habló de esas prisiones. Hay gente que permanece encerrada en ellas de por vida. Y sin causa alguna. A veces apenas por culpa de su nacionalidad.

–Eso nada tiene que ver conmigo, recuérdalo bien. Yo no soy una cárcel, ¿cómo se te ocurre? Yo sólo soy un Muro. Un Muro honesto, sagrado, blanco.

Traducción de Jorge Ferrer

© Thule Ediciones. Prohibida la reproducción.

 

29/10/2009 17:44
Esta entrada fue publicada en 1989, Letra impresa, Literatura rusa, Muro de Berlín, Poscomunismo, Rusia, Telón de Acero, Totalitarismo, Traducción y etiquetada , , , . Guarda el enlace permanente.