Astana: Rostros del Poscomunismo

Rostros del poscomunismo

By JORGE FERRER

Hace unas semanas Alberto Contador y Lance Armstrong subieron al podio final del Tour de France, tras la última carrera por los Campos Elíseos. El espectacular corredor español y ese milagro del deporte que es Lance Armstrong vestían maillots con inscripción que ya se ha hecho familiar, aunque mucha gente desconozca a qué corresponde: «Astana».

Corriendo las principales carreras del ciclismo mundial, oronda ante las lentes de las cámaras que transmiten eventos como el Tour a cientos de millones de espectadores, la voz «Astana» se convirtió en palabra de uso común para nombrar un equipo de ensueño. Ya no por mucho tiempo, desde que Armstrong anunció el patrocinio de RadioShack a su nuevo equipo y Contador habló de fabricarse un comando a su medida.

He preguntado a mucha gente si sabe qué nombra exactamente la palabra «Astana» que da nombre al equipo que utilizó este año en la reina de las pruebas ciclísticas un slogan epatante: «la nueva revolución francesa». Me bastó el dedo meñique para contar al único acertante.

Astaná, que así debe acentuarse en español, vale en lengua kazaja por «la capital». Y Astaná es, vaya originalidad, la principal ciudad del Kazajstán poscomunista desde que se prescindió de Alma-Atá –o Almaty–, la urbe que pujó durante años por ser la metrópolis de Asia Central.

En uno de sus monumentales edificios Johan Bruyneel y Alberto Contador presentaron el pasado diciembre el programa de competencias del equipo para 2009. No lo hicieron en alguno de los lujosos hoteles de la ciudad, en el Ministerio de Deportes o en, pongamos por caso, la sede del Comité Olímpico nacional. La presentación tuvo lugar en la sede del Ministerio de Defensa de Kazajstán, un entorno marcial que cabe preguntarse qué relación guarda con el ciclismo, el deporte e, incluso, con la idea de popularizar en el mundo el nombre de la capital de un país a través de la noble ética del deporte de la que el Tour de France es, a pesar de los pesares, ejemplo mayor.

Que «la nueva revolución francesa» sea la marca con que se vende un régimen poscomunista pero neofeudal, el Kazajstán de Nursultán Nazarbáyev, resulta al menos incómodo. Un desasosiego que aumenta cuando los petrodólares kazajos compran a los mejores, los marcan como a reses con el nombre de una ciudad fantasma por pujante que sea su crecimiento y los pasean por las salas de estar de medio mundo.

Ninguno de los corredores se ha sentido cómodo con patronazgo problemático. «Estos kazajos nunca contestan al teléfono», dijo Armstrong cuando en mayo pasado no cobraban y los problemas financieros del equipo parecían dar al traste con la operación de marketing a favor de la antojadiza capital kazaja.

Insertarse en el poscomunismo con rostro renovado que borre la imagen del totalitarismo es tarea ardua. Rusia, a veinte años del cambio, aún no ha conseguido superar la marca «mafia rusa» y sus deficiencias en materia de derechos humanos unidas a las fundamentadas dudas acerca de la efectiva separación de poderes, continúan generando la impresión de un país anclado en el pasado. Recuérdese el roce diplomático que provocó Barack Obama cuando se refirió en esos términos a Putin en vísperas de su visita a Moscú. Otros países han sido más eficaces. La República Checa ha aunado su decidida política a favor de los derechos humanos y la recuperación de Praga como destino turístico de excepción para vender la imagen de país decididamente postotalitario. Hungría o Eslovaquia se han convertido en polos de atracción para la deslocalización de empresas gracias a políticas fiscales inteligentes y una paz social ejemplar.

Menos suerte han tenido Albania o Rumanía, cuyos emigrantes a los países vecinos las han dotado de una imagen delincuencial que hace poca justicia a los empeños democratizadores que han emprendido sus elites políticas con moderado éxito. La política ultraconservadora de Polonia tampoco ha ayudado a ese país a ofrecer una imagen postotalitaria, mientras la astuta bravuconería de Mijaíl Saakashvili ha conseguido el prodigio de hacernos creer en una Georgia democratizada. Aquí, la suerte a veces va reñida con la eficacia, porque en el imperio de la imagen del poscomunismo las fotografías valen la mitad o valen el doble, según la voluntad del destinatario.

Salidos de la debacle, es natural que los poscomunistas quieran lavarse la cara. Que acudan al registro civil de las imágenes en busca de una identidad nueva. El Kazajstán del dictatorzuelo Nazarbáyev ha fracasado en su apuesta. «Astana» no ha conseguido que Astaná multiplique su valor simbólico. La moraleja clama a los cielos: no se inventa uno un presente cuando aún vive en el pasado.

El artículo «Rostros del poscomunismo» aparece publicado en la edición del 21 de agosto de El Nuevo Herald, Miami.

23/08/2009 2:18

 

Esta entrada fue publicada en Mi columna en El Nuevo Herald, Poscomunismo y etiquetada , , , , , . Guarda el enlace permanente.