Son escasos los consuelos que nos quedan a quienes vamos a asistir a la supervivencia de la dictadura cubana.
Uno de los pocos, sin embargo, es el haber conseguido que en el ocaso de su vida Fidel Castro asista al derrumbe de su gloria, ya que no al de su fama.
No es que hayamos ganado una gran batalla. Es batallita, en realidad. Porque la grande la perdimos bien perdida.
Pero esta batalla simbólica, batalla de símbolos, se ha saldado con la derrota del dictador cubano. Lejos quedan los tiempos en que intelectuales de medio mundo lo veneraban y la prensa libre le concedía exquisito trato que escondía inconfesable adoración.
Hoy en día, Fidel Castro y la revolución cubana son tratados como lo que son: un dictador y una anomalía. Y él se levanta cada mañana, viste su uniforme deportivo y lo irrita la gimnasia de la lectura de esos «cables» en Internet. Hoy arremete contra el corresponsal de la BBC en La Habana, Fernando Ravsberg, como antes lo hizo contra Ángel Tomás González, corresponsal del diario El Mundo.
Peor aún, sin embargo, es la estatura de sus escasos, aunque activos, valedores. Es cierto que todavía cuenta con un puñado de escritores dispuestos a ensalzarlo –y ya se sabe que los dictadores detestan a los escritores en la misma proporción en que reclaman sus adulaciones y gozan con ellas. Cierto es también que cuenta con los encendidos vivas del batallón femenino de las hijas de la nomenklatura: Mariela Castro, Celia Hart, Aleida Guevara y Camila Piñeiro Harnecker, una adquisición reciente.
Pero el bastión intelectual de sus apoyos se reduce hoy a esos sujetos de caricatura que son los Pascual Serrano, los Salim Lamrani, los Carlo Frabetti, etc., que escriben en publicaciones de extrema izquierda para beneficio de militantes. Y por muy disminuido y menesteroso de afectos que esté, Fidel Castro no puede desconocer que se trata de trouppe de tercera. De una que recuerda aquello de que si el necio aplaude, peor.
Una anécdota que me narraron hace meses resume perfectamente cómo los tiempos en que la «Revolución» y «Fidel» se robaban corazones de medio mundo han pasado a mejor vida. Una pareja formada por español y cubana estaba de viaje por la India. Llegan a un hotel a alojarse y entregan los pasaportes al recepcionista para que los registre. El muchacho toma en sus manos el pasaporte con la leyenda República de Cuba y pregunta: «¿Qué país es ese?» Los viajeros recurren a la geografía: «¿Cuba? Es una isla del Caribe, en América.» Al ver que el tipo no conseguía ubicarla, prueban con los viejos tópicos: «Cuba, la de la Revolución, la de Fidel Castro.» Nulo resultado. Y entonces se le ocurre a uno de ellos: «¿Conoces el reggae, a Bob Marley, de Jamaica?» «¡Claro!», exclama el muchacho. «¡Bob Marley es el mejor!» «Bueno, pues Cuba es la isla que está encima de Jamaica.»