La suerte de los refugiados

El próximo lunes, 4 de febrero, se presentará en Barcelona L’enriquiment de la pèrdua (La riqueza de la pérdida), libro que recoge textos de nueve escritores refugiados en Cataluña: Pius Alibek (Irak), Nazanín Amirian (Irán), Jorge Barudy (Chile), Marija Djurdjevich (Yugoslavia), Jorge Ferrer (Cuba), Cristina Peri Rossi (Uruguay), Bashkim Shehu (Albania), Inongo vi-Makome (Camerún) i Monika Zgustova (Checoslovaquia).

Publicado por la Comissió Catalana d’Ajuda al Refugiat, delegación de CEAR en Cataluña, y editado por Àgata Sol y Jorge Ferrer, L’Enriquiment de la pèrdua recoge testimonios escritos desde perspectivas diversas sobre la condición del refugio, el asilo político y el desarraigo.

La cubierta del libro está basada en la pieza Crossing, de Luis Cruz Azaceta (La Habana, 1942) que nos fue cedida generosamente por el pintor para esta edición.

La presentación tendrá lugar en el Institut Europeu de la Mediterrània (IEMed), c/ Girona, Nº 20, Barcelona, a las 19:30 horas.

Para adquirir uno o más ejemplares del libro, las bibliotecas, asociaciones, centros de estudio o particulares, pueden contactar a la CCAR en la dirección electrónica: enriquimentdelaperdua@cear.es

 

De L’Enriquiment de la pèrdua (Edició d’Àgata Sol i Jorge Ferrer), Barcelona: CCAR, 2007

Del rechazo y la culpa

Por Jorge Ferrer

Mi último vecino en La Habana era un mexicano nacido por no recuerdo qué azares en Barcelona y que debía su nombre de pila, Jordi, a esa circunstancia. Alguna vez bromeamos con que juntos –él, Jordi; yo, apellidado Ferrer– formaríamos un buen catalán. Nuestros apartamentos estaban al final de un largo pasillo en un edificio del barrio del Vedado y cuando me visitaban catalanes digamos auténticos de paso por La Habana, a los que algún conocido en España había pasado mis señas, yo les decía que conocía al cónsul de Cataluña en La Habana, un tal Jordi Ferrer.

No pensaba entonces que acabaría viniendo a vivir a Barcelona, ni que decenas de veces, en oficinas, consultas de médicos o restaurantes donde había reservado mesa, me iban a llamar, precisamente, «Jordi» Ferrer, como si la mera costumbre impidiera dar por válido que en Cataluña el nombre de pila de un Ferrer sea, en realidad, Jorge. (Por cierto, el listín telefónico de Barcelona recoge a un par más de tocayos míos por nombre y primer apellido.)

Más bien pensaba entonces en exiliarme en los EE.UU. o México, países más próximos por cercanía y afectos históricos hacia el exilio cubano, y hacia los que parecían conducirme la geografía y la pragmática de la supervivencia que marcan la ruta del destierro, así como las gestiones que iniciaban a mi favor amigos ya previamente exiliados en aquellos países. No obstante, han transcurrido ya trece años desde que fijé residencia en Barcelona. Un número cuya sola mención se considera de mal augurio y al que los cubanos supersticiosos –y no sólo los cubanos- rehuyen hasta el punto de ignorarlo.

Trece años, en efecto, en los que me ha tocado vivir en el destierro, reviviendo así lo tantas veces leído en los testimonios de múltiples exiliados de los más disímiles tiempos, signos y cifras, desde Chateaubriand a Joyce, Joseph Brodsky o Severo Sarduy, Canetti o Goytisolo, Blanco White o el padre Servando Teresa de Mier, en una galería que podría extenderse por decenas de páginas.

No es esta recopilación de textos, sin embargo, el lugar para hablar de mi experiencia del exilio, que apenas importa en medio de un mar de agravios y desgracias. Un mar, precisamente. Un mar que separa a quienes huyen de la muerte, la cárcel o la represión, de los islotes que les niegan sistemáticamente el asilo que necesitan y reclaman.

El mar que separa África de las Canarias o las costas de Almería y Málaga, el mar que separa a Cuba de la Florida, el mar de China, que ha visto antaño a los boat people que huían del comunismo vietnamita y, más recientemente, a los norcoreanos rechazados en China y a tantos otros menesterosos de solidaridad y respeto a sus derechos más elementales. Una dispersa y distinta geografía de agua que se confunde en una misma tragedia moral.

De las muchas tragedias del exilio que conozco, hay una en la que me gustaría detenerme aquí. El tiempo que nos separa de ella apenas ha introducido variaciones en las culpables cautelas que guían los procedimientos a que se somete a quienes huyen del terror, y si bien todo país tiene de qué avergonzarse en materia de rechazo a refugiados, prefiero, antes que acusar al vecino cercano o distante, comenzar por el mío propio, Cuba. Los vaivenes de la política y las a veces disparatadas alianzas que ésta forja, los altibajos de la economía o la forma de gobierno de las que los pueblos se dotan o le son impuestas, marcan los perfiles de una generosidad de la que después ufanarse –por mucho que rara vez se la tome por precedente que siente jurisprudencia–, o, por el contrario, dibujan la historia de la ignominia.

Es materia ésta, en la que no se trata, como algunos suelen pensar erróneamente, del signo político de quien gobierne. En estos menesteres, pasiones e intereses se mueven siguiendo brisas de dirección mudable y, a veces, inescrutables. Así, por ejemplo, la ominosa dictadura comunista de Stalin fue refugio de tantos niños expatriados de la España dividida por la Guerra Civil, de la misma manera que la filofascista España de Franco sirvió de puente de salvación hacia el continente americano de largos miles de judíos que huían del terror nazi.

La historia de ese passage tolerado por el entonces recién instaurado régimen de Franco, es también la historia de extorsiones, humillaciones y vilezas sin nombre, como tampoco estuvieron exentos los llamados “niños de la guerra” de la sujeción al despótico régimen soviético, responsable, como el régimen nazi, del exterminio de millones de personas, una doble proyección totalitaria del s. XX que tanto ha costado poner en evidencia, desde, al menos, aquel inaugural testimonio de Margarete Buber-Neumann, quien fuera sucesivamente «prisionera de Stalin y de Hitler­», y que publicara el horroroso relato de su trasiego con lo peor del siglo en el temprano 1948.

También la propia Cuba, tan próspera tantas veces, hasta que el régimen de Castro alejó esa palabra de nuestro particular diccionario nacional, carga con el estigma de haber protagonizado uno de los episodios más vergonzantes de la historia del refugio. Hace años tuve ocasión de rumiar en silencio esa vergüenza en la pequeña y como aneja sala que el The Museum of Jewish Heritage de Nueva York dedica al episodio vivido en 1939 por los pasajeros del trasatlántico St. Louis.

Se trata de la historia del cruel bojeo en torno a La Habana y Miami, intercalada entre los viajes de ida y vuelta por el Atlántico, a la que se sometió a un grupo de refugiados judíos hace ya más de medio siglo, una historia que sirve de testimonio sangrante de cómo la ceguera y la muralla de papel timbrado que separan a quien busca ayuda de quienes podrían ofrecérsela generan dramas que pueden acabar en la muerte.

El 13 de mayo de 1939, verificado ya el Anchlüss y cuando apenas el verano separaba a Europa del estallido de la contienda bélica, el trasatlántico alemán St. Louis zarpó del puerto de Hamburgo con novecientos treinta y siete refugiados judíos a bordo. Según la historiadora israelí Margalit Bejarano –en plausible extremo-, se trataba de operación urdida por el Ministerio de Propaganda dirigido por Goebbels, a quien animaba la certeza de que Cuba rechazaría a los refugiados, validando así las radicales prácticas antisemitas que se perpetraban en Alemania.

Los pasajeros del St. Louis viajaban provistos de salvoconductos que autorizaban su desembarco en Cuba. Les habían sido expedidos por el Secretario de Inmigración de Cuba, Manuel Benítez González, un funcionario corrupto cercano a Fulgencio Batista, a la sazón jefe del Ejército, más tarde, presidente legítimo de Cuba y, por último, golpista. Un funcionario éste que, según diversas fuentes, amasó una fortuna cercana al millón de dólares norteamericanos de la época gracias a la expedición de este tipo de documentos.

Apenas unos días antes de que zarpara el St. Louis, el gobierno cubano, a la sazón presidido por Federico Laredo Bru, y estimulado tanto por las denuncias de corrupción de que era objeto, como por la activa campaña pronazi y antisemita animada por sectores filofascistas cubanos que encontraron eco en la prensa franquista de la isla, declaró invalidados unos certificados que, se alegó, contravenían lo dispuesto en la Ley de Nacionalización del Trabajo, un instrumento legal que favorecía la mano de obra nacional en detrimento de las oleadas de inmigrantes, principalmente españoles, que fluían hacia Cuba.

El destino de los pasajeros, pues, parecía sellado antes de que el barco se hiciera a la mar, aunque algunos –los empleados de la naviera, por ejemplo; no los pasajeros, desconocedores del juego político que se movía a su costa- creyeran que dado que los certificados de que viajaban provistos habían sido expedidos antes de la destitución de Benítez González y de que en realidad se trataba de inmigrantes que habían manifestado su clara intención de proseguir viaje hacia los EE.U.U. en cuanto consiguieran los visados necesarios, y no tenían, por lo tanto, intención de arraigarse en Cuba, sí serían admitidos. Eran, pues, según la economicista visión de los funcionarios cubanos, apenas una carga transitoria y esa circunstancia podía salvarlos.

Hay numerosos testimonios acerca de la travesía –así como verificadas noticias del fin que esperaba a muchos de los pasajeros, asunto al que me referiré más adelante–, buena parte de ellos recopilados en el curso de la exhaustiva investigación realizada por Sarah Ogilvie y Scott Miller, investigadores del U. S. Holocaust Memorial Museum de Washington. Todos ellos dan fe del alivio y las esperanzas de quienes creían haber conseguido escapar de una suerte segura y atroz y se aprestaban a iniciar una nueva vida en América.

El 27 de mayo de 1939 el barco con los cerca de mil refugiados que huían de una Europa que los nazis harían arder en apenas unos meses fondeó frente a la rada habanera. Allí les esperaba la sorpresa. No se les permitía desembarcar. Hubo súplicas de los pasajeros, de sus familiares y amigos ya instalados en Cuba, y gestiones de organizaciones de ayuda a los refugiados… Todo fue inútil. El gobierno cubano puso condiciones para la admisión ­–entre ellas el desembolso de una elevada suma de dinero por parte del Jewish Distribution Commitee, que envió un negociador a La Habana- que ni los refugiados, desposeídos de todos sus bienes por el régimen nazi, ni las organizaciones que les apoyaban fueron incapaces de satisfacer. Apelar a la más elemental justicia tampoco sirvió de nada. Del otro lado del Atlántico preferían desoír la realidad del drama que padecían los judíos alemanes. Así, tan solo desembarcaron en La Habana unos pocos pasajeros de nacionalidad cubana y española, veinte refugiados cuyos documentos fueron estimados válidos, y aun otro más que se cortó las venas en un acto de desespero y que fue llevado a tierra para recibir atención médica.

Finalmente, el 2 de junio, después de permanecer varios días fondeado frente a La Habana, el capitán del St. Louis recibió la orden terminante de que alejara el buque de las aguas cubanas. Entretanto, las conversaciones proseguían y cabía la esperanza de que los EE.UU. sí los aceptaran, a pesar de que ello requería que el presidente Roosevelt firmara un decreto ad hoc, puesto que la Ley de Inmigración vigente desde 1924 en los EE.UU. establecía cuotas estrictas de admisión de refugiados. Así, Gustav Schroeder, capitán del St. Louis puso proa hacia el mismo destino que han buscado cientos de miles de refugiados cubanos durante el último medio siglo: la ciudad de Miami.

También las luces de la ciudad floridana insuflaron esperanzas a los cientos de pasajeros. Esperaban el permiso para desembarcar. Tampoco lo obtuvieron y tan solo gracias a que se consiguió que cuatro países europeos prometieran repartírselos, se evitó lo que parecía destinado a suceder: los refugiados habían acordado lanzarse al agua e intentar ganar a nado las costas de Florida. No es difícil imaginar que buena cantidad de ellos jamás lo habría conseguido.

El rechazo de esos refugiados judíos es una vergüenza que se ha repetido una y otra vez desde entonces. Las consecuencias que acarreó ese rechazo, también.

Llegado a Europa, el St. Louis fue repartiendo a los refugiados por diversos puertos. Gran Bretaña, Holanda, Francia y Bélgica habían aceptado acogerlos en pequeños grupos. Las investigaciones que se han realizado, siguiendo el destino de cada uno de los pasajeros, ha demostrado que en torno a trescientos de ellos murieron durante la guerra, buena parte de ellos en campos de concentración como Auschwitz y Buchenwald. Son muertos del fascismo, porque los asesinaron los nazis. Pero son también, lo digo sin ambages, muertos con los que cargan las sociedades democráticas que los rechazaron y enviaron de vuelta al horror.

He ahí, si es que alguien aún la necesitara, la prueba palmaria de las implicaciones que tiene rechazar a quien huye del terror en busca de la tabla de salvación del asilo.

Si he preferido narrar una historia transcurrida hace más de medio siglo, no ha sido por evitar referirme a las tragedias que nos asaltan a diario desde las primeras planas de los periódicos o las imágenes de los telediarios. Más bien al contrario, he querido devolver a la contemporaneidad la preterida historia del St. Louis, cuya sola memoria, especialmente al tratarse del envío de cientos de personas a la muerte, merece recordarse con más asiduidad.

Es lamentable que nadie haya aprendido de ese episodio y que no se lo tenga por ejemplo paradigmático de la miseria del rechazo a quienes buscan salvar sus vidas huyendo de una situación prebélica. Y es sospechoso el silencio y el olvido que padece ese episodio, más allá de los trabajos de los historiadores del Holocausto. Cómo es que no se lo esgrime en todo su cruel patetismo, me pregunto, a la hora de poner de manifiesto lo que significan –en términos éticos, pero también atrozmente prácticos­- las barreras que impone un país a la llegada de personas necesitadas de asilo. Tan sólo se me ocurre que aliados ese antisemitismo que asoma una y otra vez el hocico y la circunstancia de que cueste imaginar a la Cuba que en los últimos cincuenta años ha desperdigado por todo el mundo cientos de miles de refugiados como receptora deseada, y celosa ella misma de inmigrantes y refugiados, han hundido en el olvido a episodio tan elocuente de la ceguera que manifiestan los países prósperos ante la necesidad y el horror que padecen otros.

Trasegar con nuestras culpas pasadas, sin embargo, me parece necesario fármaco contra una desidia, que es también desmemoria y conciente voluntad de ocultar las vergüenzas.

31/01/2008 17:15


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